América Latina: violencia sin solución
Juan Ignacio Brito Profesor de la facultad de Comunicación e investigador del Centro Signos de UAndes
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Juan Ignacio Brito
Una epidemia recorre América Latina: la violencia. Desde México hasta Chile, los habitantes de nuestra región viven bajo la amenaza de grupos criminales organizados dedicados al narcotráfico, la guerrilla delincuente, la trata de mujeres, la inmigración ilegal, el asalto y el robo. Año a año, en esta parte del mundo mueren asesinadas más personas que en ningún otro lugar del planeta. América Latina está enferma de violencia.
No es algo nuevo. Ya nuestras guerras por la Independencia fueron sangrientas, especialmente las campañas en la Gran Colombia. Desde ahí la cosa no paró más. La violencia está tan presente en nuestro quehacer, que incluso hay autores que la retratan, como lo hacen en algunos cuentos el argentino Jorge Luis Borges y el criollista chileno Mariano Latorre. La televisión ha creado un género sobre esta realidad tan latinoamericana: desde telenovelas como “Los hermanos Coraje”, hasta series sobre narcos.
“Mientras la derecha ve la criminalidad como un fenómeno disruptor del orden y propone una solución puramente represiva, la izquierda coquetea con ella y no se decide a enfrentarla. En tanto, miles de latinoamericanos siguen muriendo y millones viven con miedo”.
Desde hace décadas la inseguridad es la principal preocupación de los latinoamericanos. Pese a ello, nadie ha sido capaz de contenerla. Las democracias de la región crujen bajo el peso de la criminalidad y los trastornos que provoca. Mientras la derecha la ve como un fenómeno disruptor del orden y propone una solución puramente represiva, la izquierda coquetea con ella y no se decide a enfrentarla.
La inquietud, por lo tanto, permanece. Las élites se fortifican y gozan de mayor seguridad; la gente común está en el descampado, pues a menudo reside en lugares controlados por los delincuentes donde no llegan la policía ni el Estado. La política tradicional no parece capaz de detener el secuestro, las amenazas ni los homicidios.
Aunque supone muchos peligros, el populismo tiene al menos una virtud: logra traer al centro de la discusión esas cuestiones que la política tradicional no consigue enfrentar con éxito. La violencia es uno de esos asuntos siempre presentes, pero nunca resueltos. Por eso ganan espacio quienes prometen encargarse de ella y dedicar sus energías al combate contra el delito. Personajes como el brasileño Jair Bolsonaro, el mexicano Andrés Manuel López Obrador, el salvadoreño Nayib Bukele o el argentino Javier Milei.
Mientras la política tradicional y las élites ven en ellos aberraciones y caricaturas, el electorado les agradece que estén dispuestos comprometerse a luchar contra una realidad que le toca directamente y afecta de manera brutal su calidad de vida. Los populistas toman el toro por las astas; la política tradicional, en cambio, se toma su tiempo, forma comisiones para estudiar el asunto, se da vueltas y al final decepciona con promesas vacías y leyes inútiles.
El problema es que el populismo también fracasa (Bolsonaro, López Obrador) o que, cuando tiene éxito (Bukele), a menudo cae en la tentación del personalismo. En nuestro modelo latinoamericano, el péndulo oscila entre la decepcionante impunidad del crimen y la engañosa calma del autoritarismo (tampoco es infalible: Venezuela tiene la tasa de homicidios más alta de la región).
La debilidad del Estado y sus instituciones, la venalidad de nuestros políticos y líderes, la falta de confianza en las autoridades y la política, la existencia de subculturas criminales, la desigualdad económica y social, la falta de oportunidades, el crecimiento económico exiguo y un sinnúmero de males se conjugan para generar un ambiente propicio para una violencia criminal a la que nadie detiene de manera sostenible. Mientras tanto, miles de latinoamericanos siguen muriendo y millones viven con miedo.